Las resplandecientes luminarias de la estación de policía de Haarlem – en aquel entonces bajo la autoridad de la Gestapo – deslumbraron los ojos morados de Corrie. Las sabias palabras de su anciano padre en aquella serena noche, preludio a la locura hitleriana que envolvió a Holanda cuando Alemania invadió los Países Bajos, resonaron con profundo acierto. Que la misericordia divina ampare a aquellos que no confían en su divino nombre. El ordenado modo de vida de Corrie se desvaneció en el caos bélico. Con coraje y compasión, su familia y numerosos ciudadanos holandeses arriesgaron sus vidas para socorrer a tantos inocentes condenados a perecer en un mundo asolado por la insanidad. El ejemplo de valor, fe y perdón que nos brinda Corrie ten Boom – sometida a unas circunstancias de brutalidad y desgracia insondables – es testimonio del sostén divino omnipresente.
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